¿Con qué postura haces tu oración?

Las lecturas de ayer resaltaban unos temas muy importantes en este tiempo de Cuaresma: oración, humildad y misericordia.

Para situarnos un poco en el contexto del evangelio (Lc 18,9-14), es preciso entender cuál era, en aquel entonces, la opinión pública que se tenía sobre el publicano y el fariseo. Para el público la figura de un fariseo sintetizaba el modelo de virtud, los fariseos se consideraba gente virtuosa, digna de respeto y cumplidora de la ley. En cambio el solo nombre de publicano (recaudador de impuestos) era ya sinónimo de pecador, como podemos recordar en el relato de la vocación de Mateo (Leví), el que después de haber seguido a Jesús preparó un banquete e invitó a mucha gente, entre ellos Jesús y algunos publicanos. Mientras los fariseos se preguntaban: “¿por qué (Jesús) comía y bebía con los publicanos y pecadores?” (Lc 5, 30).

Ahora Jesús hace un contraste y presenta al fariseo—orgulloso de sí mismo y rezando con mucha arrogancia— y al publicano—quien humildemente se quedaba lejos y con mirada baja pues se siente indigno de dirigirse a Dios—. Jesús termina diciendo que el publicano salió del templo justificado, el fariseo no.

La humildad es reconocer nuestra pequeñez ante el Señor y saber contar con su gracia y misericordia

Ahora, cada uno podríamos preguntarnos ¿Cómo hacemos la oración? ¿Con qué actitud? ¿Cuál es la mejor postura de la oración que agrada al Señor? La mejor postura es un corazón humilde. La humildad es reconocer nuestra pequeñez ante el Señor y saber contar con su gracia y misericordia, pues solo Él nos puede justificar. El Catecismo de la Iglesia nos dice “¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra voluntad, o desde lo más profundo de un corazón humilde y contrito?” (CIC, n.2559). El papa Francisco nos dice que “no es suficiente preguntarnos cuánto rezamos, sino más bien, debemos preguntarnos cómo rezamos, o mejor, cómo es nuestro corazón” (Audiencia general del 1 de junio de 2016).

El salmo 50 nos ayuda a saber qué agrada al Señor; “el sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tu, oh, Dios, tu no lo desprecias”. Para el Señor la misericordia vale más que un sacrificio. En nuestro entorno también podemos realizar obras de misericordia: consolar a un hermano que lo está pasando mal, enseñar a un hermano que no sabe, corregir al que se equivoca, etc.

Para el Señor la misericordia vale más que un sacrificio

De esta manera cuando vayamos a recibir al Señor que podamos decir con corazón contrito: «Señor, no soy digno que entres en mi casa; pero una palabra tuya bastará para sanarme». Es importante sabernos capaces (capax Dei) de grandes cosas como conocer a Dios y recibir el don de sí mismo que Él nos hace, pero siempre contando con su gracia y con un corazón humilde.

Pidamos por la intercesión de nuestra Bienaventurada Madre la Virgen María, que ella nos enseñe a vivir con humildad y atención a la Palabra de Dios. Ella se consideró la esclava del Señor y no dudó en dar su “Sí” para cooperar en el plan redentor del Señor.

Sobre el autor

Timothy Katende es diácono de la diócesis de Kiyinda-Mityana (Uganda). Entre sus aficiones está: aprender idiomas, escuchar música, leer libros y jugar al futbol. Sus santos favoritos son San José y San Martín de Porres. Estudia la licenciatura en Derecho Canónico.

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