ELIAR BLANDÓN.- Se ha dicho que «detrás de un gran hombre, hay una gran mujer». De igual forma se puede admitir que «tras una gran idea, hay un gran libro». Nadie nace con conocimientos infusos y el ejercicio de la lectura —en específico, de la literatura—, creámoslo o no, puede transformar nuestra manera de percibir el mundo, nuestro ser y quehacer.
Ahora bien, ¿por qué leer literatura? ¿Acaso no es una pérdida de tiempo? Para empezar, debemos entender que la literatura es una de las expresiones culturales más nobles del ser humano, toca las dimensiones más sensible de él: la afectiva y la espiritual. La literatura es cultivar el espíritu (entendiendo este como la capacidad cognoscente). La psicología estudia y expone sistemáticamente la conducta humana, la literatura la vivifica.
De esta manera, es indudable que quien lee literatura crece increíblemente en empatía, pues a través de la experiencia vicaria, se logra poner en los zapatos de los protagonistas de las obras literarias. Esta es una cualidad que debemos potenciar, sobre todo aquellos que aspiramos a las sagradas órdenes.
La literatura hace presente personajes de antaño, no diferentes a nosotros. Quien ha leído La Ilíada y La Odisea escritas por Homero en el siglo VIII a.C. identificará valores como la lealtad, el amor, la valentía y la amistad; o, por contraste, la miseria humana, representada en la infidelidad de Helena. Esta idea la desarrolla José Ramón Ayllón en su libro Tal vez soñar. El adulterio es reprobable, pero cuando leemos Ana Karenina de León Tolstoi, no se puede denigrar con acritud su conducta, pues su esposo era un tipo frío y falto de sentido común. En fin, no se trata de justificar el pecado, sino de ampliar el horizonte y tener un panorama más claro.
Por otro lado, la literatura no es una realidad ajena a los grandes doctores y maestros de la Iglesia. Por poner ejemplos, los Padres fueron en parte grandes literatos: Clemente de Alejandría, San Jerónimo, San Agustín. La traducción de la Vulgata por San Jerónimo es antecedida por la vasta cultura que tenía sobre los autores greco-latinos, lo que le permitió tener un latín exquisito, y lograr superar la Vetus latina. Un ejemplo más cercano es San John Henry Newman, un hombre con elevadísimos conocimientos de literatura, que influyó notablemente con su pensamiento en el Concilio Vaticano II.
En la actualidad nos ha sorprendido el hecho de que los papas citen constantemente obras literarias. Incluso el Papa Francisco en Amoris laetitia (n. 129), en un hecho sin precedentes, hizo referencia a una película basada en una novela: El festín de Babette. Además, siendo seminarista el Papa enseñaba literatura, entre sus autores favoritos figuran Dostoievski y Borges.
Diversos estudios, como los hechos por Raymond Mar y Keith Oatley, de la Universidad de Nueva York y Toronto, respectivamente, publicados en 2006, han constatado que la lectura ayuda a mejorar las capacidades lingüísticas. El sacerdote como hombre de la palabra debe tener la capacidad de expresar con claridad y eficacia el kerigma. En la medida de que seamos eficaces seremos fecundos.
No pretendo absolutizar la literatura, simplemente proponerla como una herramienta valiosa. Las ideas mueven al mundo, sirvámonos de ellas, confluyendo hacia el fin y objetivo de la Iglesia. Así, lo explicaba el Papa San Pablo VI en su alocución del 13 de diciembre de 1972: «El fin de la Iglesia es conducir a los hombres a la salvación». Por tanto, se debe tener presente que todo lo que hacemos es para para la mayor gloria de Dios, «pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28).
El autor
Eliar Omar Blandón Gadea es seminarista de la Diócesis de Jinotega (Nicaragua). Apasionado por la literatura, sus autores favoritos son León Tolstoi y William Shakespeare. Otras de sus pasiones es el béisbol. Entre sus santos favoritos están San Pío de Pietrelcina y San Juan de la Cruz. El próximo curso estudiará 3º de Teología.