La Virgen de los Dolores, el misterio del mal y el sufrimiento

ÓSCAR TORRES.- El 15 de septiembre la Iglesia celebra la memoria de Nuestra Señora de los Dolores. Ella se mantuvo firme y “de pie junto a la cruz de Jesús; y el dolor de esta cruz le crucificaba su corazón” (Beato Guerrico de Igny, 4º Sermón para la Asunción). Nuestra Madre vivió en carne propia el dolor más grande que pueda existir: ver a su divino Hijo sufrir y morir de una manera cruel e injusta. Sin embargo, ella permaneció firme hasta el último momento de aquel suplicio en que, como dice el Papa Francisco, “Jesús permite que el mal se ensañe con Él y lo carga sobre sí para vencerlo” (Audiencia general, 16/04/2014).

María, aunque se hallaba transida de dolor, mantuvo su fe y esperanza firmes en el Señor, que es capaz de escribir “recto en renglones torcidos”. Ella supo interpretar en su corazón, aun en medio de su gran sufrimiento, que aquel momento de la “muerte de Dios” era en realidad la hora de la redención del mundo y de la glorificación de Jesucristo, puesto en lo alto de la Cruz para atraer a todos hacia Él (Cfr. Jn 20, 32). Santa María nos enseña que por muy poderoso que parezca el mal cuando toca nuestra vida, y por mucho que nos haga sufrir, si contamos con la fe y la gracia de Dios, es posible darle un sentido salvífico cuando se une al sufrimiento redentor de Cristo y de su Madre.

El ejemplo de María es una luz para el panorama actual del mundo, tan agobiado por diversas crisis, como la pandemia del coronavirus o la delicada situación de Afganistán, y que se encuentra tan azotado por las inclemencias de la naturaleza como los incendios, huracanes y terremotos. Por supuesto, el mundo sufre también los males morales de la humanidad, como el aborto y la eutanasia, y sin duda, por nuestros pecados personales. El pecado es, en sentido estricto, el único mal al que debemos temer, ya que es una ofensa al Dios que nos ama, que nos ha creado y redimido.

Santa María nos enseña que por muy poderoso que parezca el mal cuando toca nuestra vida, y por mucho que nos haga sufrir, si contamos con la fe y la gracia de Dios, es posible darle un sentido salvífico

Ante la innegable realidad del mal presente en el mundo y el hombre, cabe destacar que estamos ante un misterio que no es posible comprender de manera total para la mente humana. Ciertamente es difícil compatibilizar la bondad infinita de Dios con el hecho de que permita el mal en el mundo, que ha llegado en algunos momentos de la historia a horrores indescriptibles. Lo que está claro es que Dios no lo ha creado; el mal es ausencia o carencia de ser, un no-ser: todo ser es bueno (Santo Tomás, Summa Theologiae I, q. 5, a. 1, resp.) y, por ende, el mal es una ausencia de bien que, cuando lo sentimos en la vida de una u otra manera nos produce sufrimiento. Dios permite el mal solo en vistas de un bien mayor. Si permitió el sufrimiento de Cristo y de su Madre en la Cruz fue porque ese momento encerraba el bien mayor de toda la historia, la salvación de los hombres.

Es preciso admitir que en esta vida temporal nos cuesta descubrir el bien mayor detrás del mal, por lo que, como la Virgen, estamos llamados a ver el sufrimiento y el dolor con los ojos de la fe y alimentando nuestra esperanza de que en el Cielo, viendo a Dios plena y directamente, se iluminará todo, y podremos entender que las pruebas de este mundo tienen un sentido y valor redentor que nos acercan al Señor y nos encaminan a la santidad, y por consiguiente a la salvación. Será en la gloria celeste cuando nos daremos cuenta del inmenso valor de cada sufrimiento que ofrecimos en esta vida temporal, y podremos comprender que todo, absolutamente todo, por malo y dramático que sea, contribuye para la mayor gloria de Dios y la redención humana.

No hay que olvidar que Dios mismo es también un misterio, pero no en el mismo sentido que el mal. Su misterio no es de oscuridad o de un no-ser; por el contrario, es el misterio del ser en plenitud que escapa a todo concepto o palabra creada. Es imposible dominar ese misterio, racionalizarlo, lo que no quiere decir que de Dios sea imposible decir algo, sino que decirlo todo es muy poco al hablar sobre Él. Es un misterio tan lleno de luz que solo en la visión beatífica —que poseen los ángeles y los justos en el cielo— se podrá conocer a Dios en su misterio trinitario. Y ese conocimiento no se agotará nunca: durará por toda la eternidad dada la infinitud de la Vida divina.

Será en la gloria celeste cuando nos daremos cuenta del inmenso valor de cada sufrimiento que ofrecimos en esta vida temporal, y podremos comprender que todo, absolutamente todo, por malo y dramático que sea, contribuye para la mayor gloria de Dios y la redención humana.

            La fe de Nuestra Madre en este Dios infinito, omnipotente y amoroso la llenó de fortaleza, y le hizo esperar con confianza y paciencia el momento de la Resurrección de su Hijo, sin eximirla de los grandes dolores que padeció. Ella nos enseña con su ejemplo que, aunque los sufrimientos, angustias y problemas de la vida sean muchos, difíciles y muchas veces no los podamos evitar, entender o solucionar, en el darnos cuenta de que estamos en las manos de Dios, encontramos la oportunidad para volver la mirada hacia Él, que es bueno y misericordioso, y que, aunque de momento permita el mal, ha prometido hacer nuevas todas las cosas y enjugar toda lágrima de nuestros ojos venciendo la muerte y el llanto (Cfr. Ap 21, 4-5). Mientras tanto, contamos con la valiosa intercesión de la Virgen de los Dolores: Ella conoce y comprende muy bien todos nuestros sufrimientos.

El autor

Óscar Torres Ávila es seminarista de la Arquidiócesis de Ibagué (Colombia). Organista de Bidasoa, es Maestro en Música con énfasis en piano. Su santo favorito es San Josemaría Escrivá. Le gusta mucho la historia del arte. Estudia 4º de Teología.

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