Con las primeras vísperas de este 27 de noviembre hemos iniciado el nuevo año litúrgico, con el que de manera cíclica celebramos los misterios de Cristo. Inicia con el Adviento, que comprende cuatro domingos como preparación para la Navidad. Durante este tiempo existe la bella tradición de la corona de Adviento, que es un recurso pedagógico que nos ayuda a vivir y recordar la espera de nuestro Señor que vino, que está y que vendrá.
La corona en sí tiene su origen en costumbres europeas paganas, que con esta práctica encendían velas para representar el fuego del dios sol, para que regresara con su luz y su calor en el duro invierno. Los misioneros en un proceso de inculturación aprovecharon esta costumbre para representar la espera del verdadero Dios, por quien se vive.
Como bien sabemos, la corona tiene una forma circular qué significa la atemporalidad en Dios, es eternidad, el principio y el fin, el alfa y la omega. Así como en el círculo no hay principio ni fin, en Dios sucede lo mismo.
La corona está ornamentada con ramajes verdes que suelen ser de pino; el color verde tiene un especial significado dentro de la liturgia: es el color de la vegetación más viva, por eso se le dan diversos simbolismos. En la liturgia cristiana es el color de la paz, de la serenidad, de la esperanza, el tiempo de los frutos que ese Misterio Pascual de Cristo exige de su comunidad cristiana.
La corona tiene cinco velas que se encienden una cada domingo de Adviento hasta llegar a la Navidad: encenderlas significa traer el calor del amor de Dios en medio de la frialdad que se vive sin Él, por eso dice un himno de la liturgia de las horas del tiempo de adviento que “el mundo muere de frío, el alma perdió el calor, los hombres no son hermanos, el mundo no tiene amor”. Es decir, sin el fuego del amor del Señor el mundo vive en crueldad y frialdad. Encender las velas significa también la luz que el hijo de Dios viene a ofrecernos para conocer el camino que nos conduce a la Salvación que nos ofrece, por eso dice en un texto de la escritura “Yo Soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. (Jn 8,12)
Tres de las velas son moradas: estas se encienden el primer, segundo y cuarto domingo de Adviento. El color morado apunta discreción, penitencia, y, a veces, dolor. Es el color que se utiliza en la liturgia cristiana para el tiempo del Adviento y la Cuaresma, así como las celebraciones penitenciales y las exequias cristianas.
Otra vela, rosa, se enciende el tercer domingo. Este color se utiliza los dos domingos del año litúrgico que marcan el ecuador de Adviento y Cuaresma. En adviento se le llama domingo “Gaudete” y “Laetare” en el cuarto domingo de la Cuaresma. Tiene el sentido pedagógico de mostrar un tiempo que ha llegado a su mitad y quiere adelantar de alguna manera con un color sorprendente la meta festiva a la que se dirige.
Por último, está el color blanco que se enciende el 24 de diciembre en la Nochebuena. El color blanco es el color privilegiado de la fiesta cristiana, es un color alegre, sugiere la limpieza, la fiesta y la luz, la pureza y la inocencia. Es la blancura de Cristo, el hombre nuevo, con la que nos revestimos en el día de nuestro bautismo.
Esta corona es más que un simple adorno navideño: nos ayuda a centrarnos en el misterio de Cristo y estar expectantes en el recuerdo de su Encarnación, cuando viene cada día en el Sacramento de la Eucaristía y el momento de su venida gloriosa al final de los tiempos. Que este tiempo maravilloso nos aproveche ayude a prepararnos para estar siempre bien dispuestos para recibir a nuestro Señor.