FELIPE POTOSME.- El 14 de diciembre celebramos la memoria de San Juan de la Cruz. De él los seminaristas —y todos los cristianos— podemos aprender tres virtudes que me gustaría destacar.
Alegría
Sobre san Juan de la Cruz se han levantado ciertos mitos que hacen parecer que su vida no fue más que un camino de amarguras y soledad, en el que se rechaza la alegría, pero nada más lejos de la realidad. Él se mostraba con un gozo permanente, no escandaloso, pero verdadero.
Cuando veía triste a alguno, se paseaba con él hasta verle contento. Incluso tratando cosas de Dios hacía reír a sus frailes; es más, se dice que nunca se le vio airado. Buscó tener todo su gozo en Dios, como se consigna en uno de sus avisos: «Alégrese ordinariamente en Dios que es su salud».
Abrazar la cruz
La alegría de San Juan de la Cruz no ignoraba las dificultades de la vida. Su historia refleja cuánto hubo de padecer, pero también, de cómo actuó frente al dolor, la injusticia y la humillación. Durante su encarcelamiento hubo de sufrir mucho física y moralmente, mas con la absoluta resolución de «gustar la cruz a secas, que es linda cosa».
Incluso cuando, tiempo después, alguien hable mal de sus contrarios, no consentirá que murmuren de ellos frente a él; antes los excusa y busca exaltar las virtudes de los ausentes. Una particularidad suya era que no le agradaba «padecer con paciencia» sino «padecer por amor». Para San Juan el dolor no tiene sentido si no se padece por razón de amor; así lo dice a una de sus dirigidas: «Entreténgase deseando hacerse en el padecer algo semejante a este gran Dios nuestro, humillado y crucificado; pues que esta vida, si no es para imitarle, no es buena».
Amor a Dios
El manantial del que brotan las virtudes anteriores no es otro que amar a Dios, y amarle como Él quiere ser amado. Ciertamente San Juan de la Cruz nos da vivo ejemplo, pues ya visto que padecía por amor de Dios, también se debe decir que no se gozaba sino en Él. Esto queda claro cuando vemos que si bien quiso olvidarse de los bienes de la tierra, ni aún buscó los bienes del cielo, sino a Aquel a quien pertenecen todos, pues «grande mal es tener más ojo a los bienes de Dios que al mismo Dios».
Solo Dios merece estar en el centro del corazón del hombre. Así lo mostró San Juan, que, por poner en Dios su corazón, ni aún en los más adversos casos de persecución y cárcel tuvo en su boca vituperios ni en su corazón admitió rencores, sino que sus labios hablaron siempre de lo que su corazón tenía, del cual brotó solo un coloquio de amor expresado en toda su obra poética, llena de vitalidad y lozanía:
Descubre tu presencia
Y mátenme tu vista y hermosura
Mira que la dolencia
De amor no se cura
Sino con la presencia y la figura
El autor
Felipe Potosme es seminarista de la Arquidiócesis de Managua (Nicaragua). Estudia 3º de Teología. Entre sus aficiones se encuentran la poesía y el ajedrez.