El seminarista Carlo Alexis Malaluan Rollán, originario de la Diócesis de Imus, Filipinas, nos cuenta su testimonio como participante de la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada el pasado agosto en la ciudad de Lisboa.
La Jornada Mundial de la Juventud es un auténtico encuentro con Cristo que se revela en las experiencias de los jóvenes. Es una jornada con personas de diferentes países, lenguas y culturas, pero unidas por una razón: Cristo. Este evento es una oportunidad para experimentar personalmente la universalidad de la Iglesia, y para compartir con el mundo entero la esperanza de muchos jóvenes que están comprometiendo sus vidas con Cristo y su Iglesia.
Es la primera vez que asistía a una jornada mundial de jóvenes. Cada vez que me preguntan por mi experiencia en Lisboa, suelo responder: ¡Es una experiencia de Pentecostés! En efecto, fue una experiencia de renovación y universalidad de la Iglesia, un encuentro que no aliena, sino que acoge y acepta. Estaba muy emocionado por participar en todos los actos y sobre todo, por experimentar la vitalidad y la alegría de la Iglesia.
Al llegar a la parroquia de acogida, nos recibió una hermosa familia de Angola, todos ellos voluntarios en la Jornada Mundial de la Juventud. Nos quedamos simplemente asombrados por su cálida hospitalidad y acogida a pesar de ser extranjeros. He tenido la experiencia de una Iglesia que acoge, una familia que abraza. A lo largo de los eventos, conocimos a muchos peregrinos de diferentes partes del mundo, cuyos nombres se me han escapado de la mente, pero no su calidez y su sonrisa. Eran el reflejo de una Iglesia siempre viva y siempre joven.
Pero hubo un encuentro que me dejó una gran impresión. Se trata del último día de la JMJ, cuando todo el mundo corría hacia el «Campo de Graça», en el Parque Tejo de Lisboa, donde el Santo Padre celebraría la vigilia Eucarística y la Santa Misa. Como era de esperar, los peregrinos llenaban las calles y todos los medios de transporte. Tuve la suerte de subirme a uno de los metros que se dirigían al lugar del evento. Una chica argentina entabló conversación conmigo. Me preguntó de dónde era y cómo me había ido el encuentro. Le contesté simplemente: soy seminarista y estudio en el Colegio Eclesiástico Internacional Bidasoa de Pamplona, España.
Se quedó sorprendida y me preguntó con curiosidad ¿Por qué quieres ser sacerdote? ¡Era una pregunta que valía un millón! Mi respuesta fue que quiero ser sacerdote porque he experimentado el amor de Dios y la mayoría de las personas, especialmente los jóvenes, buscan y tienen sed de este mismo amor. Deseo ser sacerdote para entregarme al servicio de este mismo amor de Cristo por los demás.
Después de eso nos quedamos un rato en silencio hasta que me narró su camino de fe. Me comentó que al crecer en una familia de matrimonio roto, anhelaba amor y compasión. Buscó aceptación y pertenencia en todos los lugares equivocados hasta que encontró lo que buscaba en Cristo a través de la Iglesia. Ahora, es una voluntaria activa de su parroquia que ayuda a los jóvenes no escolarizados de su comunidad.
La Jornada Mundial de la Juventud alimenta mi deseo de estar siempre al servicio de los amados de Dios
Carlo Alexis Malaluan, seminarista de Filipinas
Qué bella imagen de una Iglesia que ha experimentado el amor de Cristo y lo transmite de todas las maneras posibles. Cuando se encuentra el Evangelio de una manera muy personal, uno se siente movido a transmitir este mismo mensaje a los demás. Para esto sirve el encuentro: para que todos, jóvenes y ancianos, formen parte de la familia de Dios. El Santo Padre nos recuerda que «cada uno de nosotros es llamado por su nombre. Al comienzo de la historia de nuestra vida, antes de cualquier talento que podamos tener, antes de cualquier sombra o herida que podamos llevar dentro, somos llamados. Llamados porque somos amados».
Para mí ha sido una experiencia revitalizadora: reflexionar más profundamente sobre mi vocación al sacerdocio. La Jornada Mundial de la Juventud alimenta mi deseo de estar siempre al servicio de los amados de Dios, de hacer que el amor de Dios sea concreto y sentido por todos, en todo momento. La Iglesia católica es más grande y más diversa de lo que la mayoría de nosotros jamás imaginó. Al mismo tiempo, hay una sencillez y una alegría profunda que proviene de una relación personal con Jesucristo que se alimenta y se apoya.